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Lucybell dice adiós en el Teatro Metropólitan: un eco eterno en la historia del rock chileno

Por: Óscar Quintero
Fotos: OCESA / Liliana Estrada

Por última vez, el eco de Lucybell retumbó en los muros del Teatro Metropólitan. La lluvia, las luces y las voces se unieron para despedir a una banda que marcó a generaciones enteras.

La noche  del 26 de julio no fue una cualquiera en la Ciudad de México. Las nubes grises parecían anunciar lo que muchos fans se resistían a aceptar: el adiós de Lucybell, la emblemática banda chilena que por más de tres décadas puso banda sonora a la vida de miles de seguidores latinoamericanos.

Desde temprano, los fieles comenzaron a llegar al histórico recinto de la calle Independencia. Frente a la marquesina del Metropólitan —esa misma que en letras brillantes anunciaba el fin de una era— los fans compartían anécdotas, desempolvaban recuerdos, hablaban de conciertos pasados, de discos, de letras que calaron profundo. Algunos lo hacían por primera vez, otros por última, pero todos lo hacían con una emoción que se respiraba en el ambiente, más densa que la lluvia que caía a gotas suaves, como si el cielo mismo se sumara al duelo.

A cerca de las nueve de la noche, como si el universo respetara el guion emocional de la noche, la lluvia cesó. Fue justo en el instante en que se tomaba la fotografía oficial de los fans frente a la marquesina. Un respiro, una señal, una pausa antes del gran estallido de emociones que vendría con los primeros acordes.

Ya dentro, el Teatro Metropólitan —majestuoso, casi sagrado— cobijó una ceremonia de despedida cargada de intensidad. Las luces se apagaron, el murmullo se volvió grito, y entre sombras verdes emergió el trío con esa energía que siempre los caracterizó. “Caballos de histeria” fue la primera embestida emocional: una mezcla de nostalgia y potencia que hizo vibrar hasta las butacas.

El público no escatimó: cantó, grabó, lloró, gritó. La voz de Claudio Valenzuela sonó como siempre, cruda y sensible. Las luces danzaban sobre un escenario sin artificios, donde lo único que importaba era la música. Y fue precisamente la música la que tejió puentes entre generaciones: padres con hijos, jóvenes que por primera vez vivían en vivo lo que en casa les contaron tantas veces.

Uno de los momentos más memorables llegó cuando Claudio descendió del escenario y, con guitarra en mano, recorrió los pasillos del teatro para cantar entre el público. No faltaron los abrazos, los apretones de mano, las lágrimas y hasta los besos espontáneos de quienes lo vieron como parte esencial de su vida. Fue un gesto íntimo, un acto de cercanía que solo podía cerrar una historia tan auténtica como la de Lucybell.

Con una bandera mexicana en mano, la banda se despidió. Agradecieron el cariño de tantos años, de tantos conciertos. Y aunque hablaron de una “pausa indefinida”, dejaron una frase que muchos guardaron como esperanza: “Ojalá no sea por tanto tiempo”.

El eco de Lucybell no termina, solo se transforma. Se quedará vibrando en las paredes del Metropólitan, en los discos, en las playlists, en las memorias. Porque hay bandas que no desaparecen: simplemente se vuelven parte del aire que respiran los que alguna vez creyeron que el rock podía decirlo todo.

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